Ani la capital perdida de la Armenia medieval

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Situada en un remoto enclave de la Ruta de la Seda, Ani surgió hace mil años como una de las metrópolis más prósperas de Oriente.

Iglesia de Tigran Honents 

Esta edificada en 1215. A sus pies fluye el río Ajurian.

 

Los frescos de Tigran Honents

El interior de la iglesia está decorado con frescos que representan la vida de Jesucristo y la de san Gregorio el Iluminador.

 

Ani subterránea, una ciudad por descubrir

En el subsuelo de Ani existe un mundo en gran parte desconocido, en el que se ingresa por diversos accesos abiertos en las empinadas paredes del cañón que rodea la ciudad. El arqueólogo ruso Nikolai Marr, el único que lo ha explorado hasta la fecha, localizó cientos de salas en este mundo subterráneo.

La reina Tamar Fresco que representa a la reina Tamar de Georgia  (1184-1213) en la iglesia de la Dormición de Vardzia.

Metrópoli real Entre los siglos IX y X, la dinastía de los bagrátidas sentó las bases de un extenso reino en Anatolia oriental. En la imagen, estatua del rey Ashot III, en Guiumri, quien en 961 fijó su capital en Ani.

 

Retrato de Nikolai Marr El ruso fue el primer arqueólogo en excavar el yacimiento de Ani, en Armenia.

 

En las crónicas medievales del Próximo Oriente la llamaban por su grandeza la ciudad «de las mil y una iglesias» o «de las cuarenta puertas». Su fama llegaba hasta los lugares más alejados. Quien tuvo la oportunidad de visitarla en la cumbre de su esplendor, entre los siglos X y XIII, contó que rivalizaba por su belleza con las capitales contemporáneas de Oriente: Bagdad, El Cairo y Constantinopla.

Ani, la joya más preciada del poderoso reino armenio de los bagrátidas, que esa época controlaba gran parte de la Anatolia oriental, había sido elegida como residencia por el gran rey Ashot III (953-977). Deseosos de satisfacer sus exigencias, los arquitectos desarrollaron estilos que aún hoy sorprenden por su capacidad de anticiparse a los tiempos.

En efecto, a muchos estudiosos del arte les cuesta entender cómo es posible que la nave central de la imponente catedral de Surp Asdvadzadzin (Santa Madre de Dios) se sostenga sobre unas columnas idénticas a las que exhibirán más tarde las catedrales góticas de Europa. Pero ése no es el único enigma que encierra Ani. Lo es incluso su ubicación, en un altiplano inhóspito y azotado por los vientos, en el centro de un sistema viario que funcionó sólo mientras el reino logró existir y prosperar.Por ahí, como recuerdan algunos viajeros –entre ellos Marco Polo, que dejó una confusa descripción del lugar–, pasaba una de las muchas ramas de la Ruta de la Seda. Eso la convirtió en una ciudad rica y próspera, pero también fue su condena.

 

UNA PRESA CODICIADA

Cuando el ejército bizantino conquistó la ciudad en 1045, poniendo fin a la independencia armenia, Ani empezó una lenta, pero inexorable decadencia. Incapaz de enfrentarse a las ambiciones de sus poderosos vecinos, la ciudad cambió de manos varias veces. Estos sucesos comportaron terribles asedios y sangrientos saqueos como el de los selyúcidas, que la sometieron en 1064. Sin embargo, fueron los mongoles quienes, en el siglo XIII, le asestaron el golpe de gracia. Asediada y conquistada, Ani acabó por perder su población. Una vez fuera de todas las vías de comunicación, la ciudad ya no tenía razones para existir ni prosperar. Su recuerdo se disipó y su belleza se marchitó, hasta que sólo quedó su leyenda. Terremotos, saqueos y un clima implacable contribuyeron a desfigurarla inexorablemente.

Entre los siglos XVII y XIX, cuando los primeros exploradores occidentales aparecieron por allí, hacía tiempo que Ani había perdido incluso su nombre. Durante ese período, la región fue el centro de infinitas disputas territoriales entre los imperios otomano, persa y ruso, y quien se aventuraba en el lugar ponía en riesgo su vida. En la antigua capital armenia no se había llevado a cabo ninguna excavación; sólo había sido objeto de inspecciones apresuradas, pero éstas despertaron un gran interés entre los estudiosos. El pintor y viajero británico Robert Porter contaba en 1817: «Al entrar en la ciudad encontré toda la superficie del terreno cubierta de piedras desenterradas, capiteles rotos, columnas, frisos destrozados, pero bien decorados, y otros restos de una antigua magnificencia». Estaba claro que aquel páramo desolado albergaba un auténtico tesoro artístico.

 

LA CIUDAD SALE A LA LUZ

El halo de misterio que rodeaba a Ani permaneció intacto hasta finales del siglo XIX. Rusia, bajo cuyo control había quedado la región, envió allí una misión encabezada por el arqueólogo Nikolai Marr. Las campañas de estudio se prolongaron hasta 1917, en plena primera guerra mundial, y revelaron parcialmente el majestuoso pasado de la ciudad. El lugar fue excavado por primera vez, y se restauraron los edificios que aún permanecían en pie. Sus secretos fueron desvelados en parte: majestuosas iglesias armenias con sus valiosos frescos coexistían con las mezquitas posteriores, fruto de las sucesivas dominaciones islámicas.

También salieron a la luz los restos de un antiquísimo templo zoroastriano, prueba del culto armenio anterior a la conversión al cristianismo. Pero la que dejó sin aliento a los arqueólogos fue la catedral de la Santa Madre de Dios, finalizada en 1001 por el famoso arquitecto armenio Trdat, con su planta cruciforme y su imponente cúpula, que se hundió a causa del terremoto de 1319.

El ejército turco reconquistó la región en 1918, y sobre Ani se abatió una furia iconoclasta y destructora que marcó el inicio de una nueva época de olvido.

Durante los ochenta años siguientes, la zona se convirtió en una de las fronteras más impenetrables del mundo, en la que la Unión Soviética, heredera del Imperio ruso, se enfrentó a la OTAN y a su fiel aliado turco. La antigua capital armenia volvía a hallarse en tierra de nadie, rodeada de kilómetros de alambradas y campos de minas. Permaneció sacrificada a la lógica de la Guerra Fría hasta mediados de la década de 1990, cuando las cosas empezaron a cambiar lentamente a raíz de la disolución de la URSS.

 

SECRETOS BAJO TIERRA

Hoy en día, Ani ya no es impenetrable, pero sigue siendo un lugar situado en una frontera delicada, entre dos naciones –Turquía y Armenia– divididas por un trágico pasado. Para acceder a ella hay que alcanzar la somnolienta Kars, en el noreste de Turquía, y recorrer decenas de kilómetros por un monótono camino que atraviesa un altiplano árido y ventoso en el cual no se encuentra ni un alma.

Tras cruzar las majestuosas murallas de piedra roja, aún en buen estado, se accede a una extensa meseta llena de ruinas cubiertas de maleza y de arbustos bajos. Sólo las estructuras más monumentales, en precarias condiciones de conservación, aparecen aquí y allá, solitarias. Después, de repente, el paisaje cambia bruscamente: el terreno se hunde durante cientos de metros hacia un cañón por el que fluye el Ajurian, un afluente del río Aras que marca los límites de la ciudad, hasta llegar a la colina donde, en el siglo V, se erigía una fortaleza solitaria.

En el subsuelo de la meseta sobre la que se levanta la ciudad se cruzan cientos de túneles, con viviendas y templos que son la prueba de cultos muy antiguos, una urbe subterránea aún por explorar. La declaración de Ani como Patrimonio de la Humanidad en el año 2016 debería favorecer la preservación y el estudio de este extraordinario lugar.