UN VIAJE POR LA «SUIZA» ASIÁTICA
Este país del Asia Central, con bajo riesgo de Covid, exhibe formas tranquilas de vida en un escenario donde la naturaleza recuerda la pequeñez de la pisada humana
JOSEP MARIA PALAU RIBERAYGUA
21/07/2021 04:00Actualizado a 21/07/2021 08:48
El paisaje es una sucesión interminable de cumbres nevadas y pastos verdes a sus pies. Curva tras curva, las montañas son siempre protagonistas. Pero hay que estar atento y no distraerse demasiado contemplándolas, ya que tras el próximo repecho seguro que aguarda el enésimo rebaño de caballos, ovejas o vacas, trotando alegre en medio de la carretera. Por suerte, los límites de velocidad son muy bajos en Kirguistán, la denominada “Suiza de Asia central”, un destino donde el contacto con la naturaleza lo es todo.
Los trámites de entrada casi decepcionan de lo fáciles que resultan en los tiempos que corren. Tras una breve comprobación sanitaria, todo son sonrisas y sellos estampados en el pasaporte. El aeropuerto reluce de limpio, y esta va a ser la tónica general también en toda la hotelería y restauración del país, incluso en los establecimientos más sencillos.
En Bishkek, la capital, la presencia de mascarillas es testimonial, excepto en espacios cerrados o en el inmenso bazar Osh, una colorida evocación de los tiempos en que la ciudad era etapa de la Ruta de la Seda: telas de fieltro local, especias, frutos secos, zanahorias –que cuestan un precio distinto dependiendo de si se compran limpias de tierra o no– y montones de panes redondos, planos por el centro y decorados con filigranas e incisiones distintas según quien los haya horneado, componen una imagen colorida y abigarrada que contrasta con el resto de la ciudad, diseñada según los cánones soviéticos.
Estatuas de Lenin y otros recuerdos del pasado salpican el país, hoy en día mas como curiosidad folklórica que otra cosaEn otra época incluso se llamó Frunze, en honor al general del Ejército Rojo que nació aquí. Estatuas de Lenin y otros recuerdos del pasado salpican el país, hoy en día más como curiosidad folklórica que otra cosa, siendo más habituales los monumentos que cerca de la carretera recuerdan a caudillos nómadas legendarios.
A sólo una hora de la capital ya se encuentra el primer parque nacional, el Ala –Archa, con picos que casi alcanzan los 5.000 metros. De hecho, la mayoría de las cordilleras del Kirguistán forman parte del sistema Tien Shan, citadas como “las montañas celestiales” en la literatura china, país con el que hace frontera. Con los ojos deslumbrados por las nieves perpetuas de las cimas, camino del inmenso lago Issyk–Kul, se llega a la torre Burana, en realidad un minarete que es el último recuerdo de la ciudad de Balasagun, fundada por los turcos karakanidas en el siglo X y tomada más tarde por Gengis Khan. La torre es uno de los iconos del país, pero resulta más curioso el conjunto de lápidas o balbals que hay a sus pies, grabadas con los rostros de los muertos en un estilo muy naïve.
Sin embargo, los verdaderos atractivos del país son sus paisajes inmensos y las múltiples posibilidades de practicar actividades al aire libre, por ejemplo a orillas del citado Issyk–Kul, que con 182 kilómetros de largo y 60 de ancho es el segundo lago alpino mayor del mundo, después del Titicaca. En su orilla norte, a la que llega una buena carretera desde la capital, hay algunos resorts turísticos, mientras que la orilla sur resulta más auténtica y acorde con un país fundamentalmente agrícola y ganadero, puesto que allí abundan los campamentos de yurtas donde pasar la noche.
La yurta es la tienda nómada tradicional de Asia central, y tuvo tanta importancia en la forma de vida del Kirguistán que incluso está representada de forma esquemática en la bandera del país desde su independencia en 1991. En el centro del techo hay un orificio circular para que salga el humo de la hoguera que la calienta por dentro y entre la luz del día, pero también para que se pueda ver el cielo, conectando así a sus ocupantes con el universo.
Al este del Issyk–Kul, la antigua guarnición de Karakol es la base de operaciones para muchos aficionados al trekking y el montañismo. Desde esta población de casitas con techo a dos aguas y ventanas decoradas con marquetería, al estilo de las que se pueden ver en el lago Baikal en Siberia, parten pistas de tierra como la que lleva a Ynilchek, una ruta muy atractiva que tiene como premio la contemplación del monte Khan Tengry, que con 7.010 metros señala la frontera con China.
Al sudoeste se extiende otra travesía popular, la que lleva al lago de montaña de Song–Kol tras pasar por Naryn para visitar su Mezquita Azul, construida en 1993 con capital saudí. Desde Naryn también es posible viajar unos kilómetros al sur para contemplar una auténtica reliquia del pasado, el caravasar o caravanserai de Tash Rabat. Este edificio era la típica posada en piedra que en el s. XV acogían a los viajeros que seguían las distintas variantes de la Ruta de la Seda. A la luz del atardecer es una maravilla.
Facilidades para el turismo
Viajar a destinos exóticos como Kirguistán a día de hoy no sólo es posible, sino que implica pocas complicaciones. El Covid prácticamente no ha tenido incidencia en un país que habitan menos de 6 millones de personas en una extensión equivalente a la mitad de España y, al cruzar sus fronteras, sólo se solicita una PCR negativa, sin necesidad de realizar cuarentena. Para regresar, realizar una nueva PCR es fácil, rápido y económico en uno de los muchos laboratorios de la capital; sin cita previa y con resultado urgente cuesta sólo unos 15€ al cambio. Si se introduce el resultado en la app Spain Travel Health, volver a casa es tan sencillo como mostrar un código QR en el móvil en cada punto de control. El destino es ideal para los amantes de naturaleza y el turismo activo y es fácil volar hasta allí con Turkish Airlines, compañía que ha mantenido la ruta abierta incluso en lo peor de la pandemia (http://www.turkishairlines.com).
Entre caballos galopando en lo que parecen escenas sacadas de un western y pasos de montaña situados a 3000 metros con la clara intención de sobrecoger al viajero con su belleza, proseguir viaje hacia el sudoeste del país permite descubrir lugares tan especiales como la cadena de Suusamyr–Too, donde línea tras línea se superponen montes de distintas alturas y colores que van del ocre al rojo, componiendo una sinfonía cromática que se recuerda durante mucho tiempo.
También impactan las abundantes “ciudades de los muertos” que hay por el camino, muchas veces mejor construidas y más extensas que las poblaciones donde habitan los vivos. El pueblo kirguís fue nómada al cien por cien hasta bien entrado el siglo XX y su sedentarismo forzado ha derivado en un inesperado culto por los difuntos, que hasta entonces eran enterrados por el camino sin mayor ceremonia. En su decoración se mezclan sin complejos elementos chamánicos, islámicos, soviéticos y tradicionales kirguises.
El destino final de la ruta es la ciudad de Osh, la segunda del país, ubicada en una cuenca que es todo vergel de frutales y hortalizas. Todas se venden en el animadísimo mercado de Jayma, donde no es extraño ver mercaderes y compradores uzbekos, dada la proximidad con la frontera del país vecino. Y es que la comida es fundamental en la cultura del Kirguistán. Acoger a alguien en casa implica llenar la mesa de comida que se sabe será imposible de consumir de una sola vez, y se considera de buen gusto que los invitados a una boda acudan con tuppers para llevárselos llenos de vuelta. En cambio, el té que se sirve con la comida nunca llena más de media taza: es la forma de mostrar respeto al invitado, porque implica que habrá alguien dispuesto a seguir llenándola todo el tiempo.