De Pekín a Shanghái en tren de alta velocidad, pasando por Xian, Guilín, Hangzhou y Suzhou. Hay en estos lugares arquitectura de apellido ilustre y barrios flamantes repletos de ‘boutiques’; pero si los desgranamos a fondo también encontraremos ciudades milenarias (prácticamente sin tocar), jardines que son Patrimonio de la Humanidad y artesanos a pie de calle.
Hace unos meses apareció en el periódico una noticia inquietante: ‘1.500 trabajadores construyen en China una estación de tren en nueve horas’. Así fue. Mientras el resto del país dormía, en la ciudad sureña de Longyan un ejército de obreros con 23 excavadoras y siete trenes levantaban toda una infraestructura de la nada. De la noche al día, literalmente.
Y lo que sucedió en Longyan no es del todo un caso aislado. El crecimiento meteórico de las ciudades chinas, el abrazo a las nuevas tecnologías y la mejora radical de los transportes públicos deja desconcertado a cualquier viajero repetidor. ¡Incluso a los propios chinos! Por ejemplo, solo en 11 años -los que nos separan de aquellos Juegos Olímpicos de Pekín 2008- el país ha pasado de no tener trenes rápidos a poseer la red ferroviaria de alta velocidad más extensa del mundo, con más de 22.000 kilómetros de vías. En la capital, igual que en tantas otras ciudades, también el transporte público ha mudado con rapidez: para hacer frente a una contaminación difícil de asumir, se han puesto en las calles más de 3.800 autobuses urbanos que funcionan con gas natural, otra vez más que en ninguna otra urbe del planeta. Y no solo eso. Fieles a la tradición de moverse sobre dos ruedas, entre los pekineses arrasan las motocicletas eléctricas y los sistemas de bicicletas públicas que se alquilan vía app. Lo que en Occidente ha tardado décadas en llegar, aquí ha sucedido en pocos años.
Empecemos esta ruta en aquella Pekín que mudó por completo su fisonomía no solo para los Juegos Olímpicos, sino para demostrar al mundo que China era un país moderno. Hoy siguen siendo orgullo patrio el Estadio Nacional -más conocido como Nido de Pájaro-, concebido por el estudio suizo Herzog & de Meuron (autores también de obras como el Edificio Fórum, en Barcelona, y la Tate Modern londinense). Y el Centro Acuático Nacional -o Cubo de Agua-, también firmado por arquitectos extranjeros, en este caso los australianos PTW. Un poco más al sur, el barrio de Cháoyáng acoge otra construcción que cambiaría el ‘skyline’ de Pekín en los albores de la marea olímpica: el sorprendenteedificio de la televisión china CCTV, diseñado por Rem Koolhaas y Ole Scheeren.
Otro de los distritos que aunque no lo parezca también ha sufrido profundos cambios estructurales es el céntrico Dongchéng. El legado de la gran China imperial sigue aquí, intacto y mejorado. Y también el perfecto urbanismo de líneas rectas y espacios superlativos diseñados tras el nacimiento de la República Popular en 1949.
La plaza de Tiananmén, la Ciudad Prohibida y el más lejano Palacio de Verano son y serán siempre un ‘must’, pero también lo es algo nuevo por completo: las inmediaciones de la avenida Qianmen. ¿Antes? Una maraña de callejones oscuros de la dinastía Qing cuya animada vida pública se desarrollaba en torno a las casas de té, los teatros y el infame barrio rojo. ¿Hoy? Casas que se han rehecho para recuperar su esplendor pretérito y que albergan boutiques de firmas internacionales, restaurantes que sirven ‘brunch’ los domingos y cafés que han puesto de moda la cultura del ‘capuccino’.
Hay que rascar mucho para desgranar los vestigios de la China clásica entre semejante marea de progreso. Para ello conviene alejarse un poco de la capital y qué mejor manera de hacerlo que tomando esos trenes de alta velocidad que permiten viajar rápidamente -con aire acondicionado y en asientos reclinables- entre muchas ciudades del país.
A Xian, por ejemplo, se llega en tan solo cuatro horas y media, y eso que hay más de mil kilómetros entre ambas. Xian, la ciudad que prosperó gracias al descubrimiento de una tumba imperial, también es hoy una urbe moderna. A ella se viene por un ejército de terracota que deja sin habla a quien lo contempla, eso es un hecho; pero lo que muchos no saben es que este fue el punto de partida y de llegada de la mítica Ruta de la Seda.
Y la grandeza es que conserva intacto el barrio musulmán, con sus mezquitas y zocos incluidos, levantado por aquellos que llegaron de Occidente para nunca volver. En él los restaurantes sirven arroz y tallarines, pero también sopas de cordero asado (su nombre es paomo) y dulces de pistacho al más puro estilo turco.
Si nos movemos hacia el sur toparemos con Guilín, uno de los destinos turísticos más visitados del país. Puntualicemos: por los propios chinos. Todo en Guilín -que de nuevo es una ciudad de acero y cristal- está pensado para el solaz esparcimiento de la población local y eso hace que, aunque abarrotada y algo ‘kitsch’, sea auténtica como pocas. Dos ‘highlights’ que conviene conocer en la ciudad. Uno, las iluminaciones nocturnas que tiñen de mil colores los edificios, los puentes, las pagodas, los lagos y los árboles de los jardines. Los chinos son muy ‘fans’ de ellas. Dos, los paisajes cársticos bañados por el río Li que, gracias a aparecer en el billete de 20 yuanes, se han convertido en un verdadero símbolo nacional a la altura de la Muralla China o la Ciudad Prohibida.
Sigamos en ruta de nuevo hacia el este hasta Hangzhou. Esta ciudad, que como tantas otras en China ha crecido hacia arriba y ha multiplicado su número de habitantes por miles, también fue visitada por Marco Polo, quien la describió como ‘la más bella y magnífica del mundo’. Y no solo él, sino innumerables emperadores, poetas y eruditos locales elogiaron durante siglos el encanto de la que fue una de las capitales de la China imperial.
Hoy, aunque el horizonte está dominado por los rascacielos, el pintoresco lago del Oeste, con sus sauces, sus colinas coronadas con pagodas y sus pasarelas de madera, sigue excitando la imaginación de los artistas. Y también de los ‘instagramers’ chinos, que se fotografían a su vera y lo comparten con millones de usuarios de las redes sociales (permitidas) más en boga en el país: WeChat y Qzone.
Antes de terminar este viaje en la otra gran jungla de asfalto que es Shanghái, merece la pena recalar en Suzhou, quizá la ciudad donde mejor se puede imaginar cómo fue la China medieval. Cuando Marco Polo llegó a ella en 1276 y descubrió su urbanismo plagado de canales la bautizó con un nombre que hoy es todo un topicazo: la Venecia de Oriente. Suzhou tiene todo lo que uno espera ver cuando viaja a Asia en busca de postales: canales con barquitas circulando, puentes de piedra, antiguas residencias y jardines clásicos. De estos últimos hay 69 -llegó a tener 200-, nueve de los cuales son Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. También hay zona de ‘shopping’ junto a los canales, un lugar perfecto para ver trabajar a los artesanos y llevarse algún ‘souvenir’ de seda, jade, ‘cloissoné’ o perlas de aguas dulces.
El trayecto de poco más de media hora -en tren de alta velocidad, claro- entre la vieja Suzhou y Shanghái es un viaje que no solo se cuenta en kilómetros, sino en siglos de historia. La megalópolis más moderna y progresista de China, con perdón de Hong Kong, es el músculo financiero del país. Y su distrito de Pudong (sí, ese ‘skyline’ tan famoso que aparece en todas las fotos) es el mascarón de proa de ese poderío económico. De hecho, la ciudad acaba de inaugurar aquí un nuevo edificio para su propia gloria: la Torre de Shanghái, que con sus 632 metros se sitúa como el segundo rascacielos más alto del mundo.
Otra vez y sin complejos China tendrá una nueva oportunidad este verano de mostrar al mundo sus progresos que, como hemos visto, son muchos y jugosos. Del 31 de agosto al 15 de septiembre se celebrará la Copa Mundial de Baloncesto en Pekín, Shanghái y otras ciudades del país. Quién sabe lo que son capaces de construir hasta esa fecha.