Mario Martín Gijón 08/08/2020
En Yazd, en un caravasar donde descansaban las caravanas de la Ruta de la Seda, evoca a Unamuno en Fuerteventura.
Hay países de los que apenas se habla, que no interesan. La misma distancia geográfica nos separa de Irán que de Estados Unidos (y al contrario que a Nueva York, a Teherán se podría ir en coche en tres o cuatro días) pero la distancia cultural nos parece inmensa, y no hablemos de la atención mediática dedicada a uno y otro país. El Islam, hoy en día, se presenta como la otredad absoluta de Occidente, y los persas, de los que se enorgullecen de descender los iraníes, son vistos como los bárbaros que luchaban contra los griegos, padres de la cultura europea.
Personalmente, y dando a mi pesar la razón a Juan Goytisolo, que siempre deploró la falta de curiosidad de los españoles por el mundo musulmán, tampoco había sentido nunca un especial interés por Irán, y por ello me llamó la atención cuando un amigo que estuvo viajando por allí, me contó que ese país le había evocado cómo era España al final de la dictadura franquista.
Por eso leí con mucho interés el libro del poeta Oswaldo Guerra Sánchez (Gran Canaria, 1966), Si existe el árbol. Cuaderno iraní, publicado por la editorial El Sastre de Apollinaire, y que evoca su viaje a Irán, y su inmersión en su cultura, guiado por las figuras tutelares del poeta clásico Hafez (1315-1390), que ya inspirara a Goethe su Diván de oriente y occidente, y del mucho más reciente Sohrab Sepherí (1928 – 1980), de quien procede el título del libro.
Como ha analizado en detalle José Miguel Perera, el viaje ha sido siempre un elemento vertebrador de la poesía de Oswaldo Guerra, desde sus iniciales Teoría del paisaje (1992) y De una tierra extraña (1993) al libro que nos ocupa, pasando por otros poemarios como De camino a la casa (2000) y Muerte del ibis (2013), este último discurriendo por tierras egipcias.
Paradójicamente, los viajes no llevan al poeta a evadirse, sino a todo lo contrario, a vivir en un vaivén entre el descubrimiento y la sorpresa de lo nunca visto, y el recuerdo de la isla en la que siempre ha vivido y de la infancia, “pues cuando olvidas la infancia, estarás toda tu vida reconstruyendo su silencio”. Esa infancia que para el poeta es “la única patria posible”. De ese modo, se van alternando sugestivamente los paisajes canarios e iraníes, hasta el punto de que reconoce “no sé, en esta obligada vigilia, qué mar es este” en un poema significativamente titulado “Un regreso al exilio occidental”. Y en Yazd, en un caravasar donde descansaban las caravanas de la ruta de la seda, evoca a Unamuno en Fuerteventura.
El poeta nos hace recorrer escenarios de ensueño como Bagh-e-Shahzadeh, jardín persa en medio del desierto, las ciudades de Rayen o Qom o el mausoleo de Shah Nemetollah Valí, poeta y místico sufí. Pero no se trata de describir lugares exóticos: en realidad, el viaje sirve a una búsqueda interior, pues “mi mente transcribe en la ubicuidad lo que dicta un sitio de vida dondequiera que esté (…) da igual si la planicie por donde se mueve el islote es el gran desierto iraní o el Atlántico inabarcable”
El poemario es, como el Diván de Goethe, un diálogo con el mayor poeta persa, pues “seis siglos después, amigo Hafez, todavía predices nuestras vidas efímeras”. En una de sus citas que salpican el libro, se afirma: “No sabrás ni un detalle de los misterios de la existencia mientras no estés desorientado en el círculo de la existencia”. Juan Ramón Jiménez se burlaba de Ortega y Gasset llamando, a su Revista de Occidente, “Revista de Desoriente”: quizás haya que desorientarse de vez en cuando y, como hace Oswaldo Guerra, encontrar en Oriente nuevos alimentos que nos nutran.