El tratamiento

Acciones: Certamen Literario

La luz desnuda de las lámparas apunta directamente hacia sus ojos y la obligan a cerrarlos. La música de fondo, Amy Winehouse, Norah Jones, cumple con lo que le había prometido una de las asistentes si no se mueve de la posición en que la han colocado: “una música tranquila para que se mantenga relajada”. Estirada sobre la camilla, los brazos hacia atrás, como estaqueada, el pecho izquierdo señalizado con líneas de marcador negro y tatuajes de puntos, mira con párpados entreabiertos a una especie de paellera gigante invertida, un robot de plástico y metal, que se mueve lentamente sobre su cabeza, con una pantalla central de luces verde-azuladas titilando intermitentemente. “Una vez ubicada no puede moverse de la posición en que la colocamos”, mirá si se va a mover, piensa y no se anima ni a sonreír, tiene un barbijo que impide que vean sus gestos, pero la costumbre es mayor que la pandemia y trata de disimularlos. “Mirá, si me voy a mover y Uds. me mandan la radiación para cualquier lado”, se dice para adentro; le pide a la mujer que antes de salir le desprenda el botón de la cintura del vaquero y se recrimina interiormente por no haber venido con un pantalón de jogging. Ahora el robot se mueve sobre su cabeza acompañado de un pip pip agudo que no le gusta nada. “Los pitidos siempre indican riesgo, deberían eliminarlos”, vuelve a decirse y a pesar de su curiosidad por los colores y las líneas que se mueven sobre la pantalla, cierra los ojos en un intento inútil de protegerlos de la radiación, un movimiento instintivo, del que después se burla permitiéndose una sonrisa detrás del barbijo. Está pensando que las sonrisas no se incluyen en la lista de movimientos prohibidos, cuando algo empieza a dibujarse en su cabeza, borroso al principio, pero cada vez más nítido: una página tamaño oficio escrita a máquina con letras azules, la “r” es defectuosa, un poco más alta que el resto de las letras en todas las palabras.

Casi abre la boca de par en par, en cambio, mueve imperceptiblemente los dedos de los pies y recuerda: ese era el error que cometía su vieja máquina de escribir, la que usaba para pasar los apuntes que después se mimeografiaban en el Centro de Estudiantes de la facultad. Le pagaban bien por hacerlo, aunque no siempre la elegían; con ese plus había conseguido comprar clásicos imperdibles en las librerías de usados de la calle Corrientes.

Pero no es eso lo importante en este momento, lo importante es que la página que está viendo corresponde al apunte de Genética, parte del capítulo de mutaciones: Las mutaciones inducidas son las causadas por factores externos, que se llaman mutágenos. Los agentes que las producen pueden ser físicos, químicos o biológicos; entre los físicos figuran las radiaciones ionizantes, como rayos X, rayos alfa, beta y gamma de fuentes radiactivas y los rayos cósmicos. Vuelve a sonreírse, se había negado a mirar en internet los diversos efectos secundarios que pueden tener las radiaciones utilizadas para tratar el cáncer de mama, solo ha comprado las cremas especiales recomendadas por su médico para evitar enrojecimiento y quemaduras, también manzanilla para hacer compresas desinflamantes.

No había contado con su memoria lejana, que cada tanto la traiciona obligándola a recordar. “Ya está, señora, ¿vio que rápido?” la voz de la asistente, una chica joven de no más de 35 años, la sobresalta, pero se alegra de poder irse de esa habitación especial, de puertas herméticas de acero y sin ventanas, donde el aislamiento es tan absoluto que agudiza el temor al tratamiento. sin ventanas, donde el aislamiento es tan absoluto que agudiza el temor al tratamiento.

Tiene un carcinoma in situ confirmado dos días antes de su cumpleaños por una biopsia que su ginecólogo consideró “una maravillosa noticia dentro de lo malo de la situación”, ya que tiende a mantenerse localizado, a no extenderse hacia otros órganos.

Parece que algunas de sus células se volvieron locas y empezaron a acumular hormonas, pero “ha sido detectado muy a tiempo, no va a requerir extirpar la mama ni usar quimioterapia, solo extraer una pequeña cantidad alrededor de la zona de riesgo y seguramente unas pocas sesiones preventivas de radioterapia”.

Así empezó la cosa y ahora, después de dos operaciones, porque en la primera no se había extraído todo el material “que exige el protocolo” para que las células buenas queden a dos milímetros de la zona de riesgo, ha comenzado un tratamiento de quince radiaciones, en cuyas consecuencias colaterales no ha querido pensar y a las que acude el primer día con alivio, impaciente por el retraso de más de un mes respecto a la fecha recomendada “por el protocolo” y por la desazón que le provoca contarle a los demás que todo se retrasa.

Le cuesta hablar del tema, pero se siente en falta si no lo hace. Están las amigas que simplemente acompañan y no preguntan demasiado (lo agradece); algunas le desean suerte con la quimio (“son solo radiaciones”, les repite), otras le cuentan de amigas que pasaron por esto y no fue nada fácil.

“No son moco de pavo las radiaciones ¡Cuidate!” le dice una. ¿Cómo cuidarse? Salvo por la crema para evitar irritaciones, ¿cómo puede cuidarse una simple mortal de las radiaciones?

Las que pasaron por esto, en cambio, son menos tremendistas, excepto por algo de cansancio, no parecen haber sufrido consecuencias desagradables, ni siquiera en la piel, y eso que al menos tres de ellas son unas blanquitas sensibles de piel casi transparente. Hay una especie de hermandad en la enfermedad que las conecta en una cofradía inesperada, aunque a veces intenta evitarlas, como si prefiriera saber mucho menos de lo que ya sabe. El carcinoma es la muerte de la ilusión sintetiza Graciela Cros en un poema y ella, que no es poeta, agrega: “muerte de la ilusión de ser imparables, eternas, de la ingenuidad de no rendirnos ante la edad, de la creencia que estamos viviendo la mejor época y que ya no tenemos duda de quienes somos”.

Siente cansancio después de las radiaciones, pero en realidad no está segura de la razón. Capaz que levantarse temprano es lo que la cansa, piensa esta vez, mientras Amy Winehouse y Norah Jones vuelven a sonar como a lo lejos y el robot de las luces brillantes, empieza a acomodarse sobre su cuerpo. En este mundo de búhos y alondras, ella es un típico búho, se acuesta muy tarde y levantarse temprano para cumplir con el rito de encremarse al menos tres horas antes de la radiación, le reduce marcadamente las horas de sueño. Está irritable porque duerme poco, se dice, por eso tampoco tiene ganas de hablar largo y tendido con los demás. “Ojalá sepan lo que hacen”, repite por enésima vez, mientras empieza el pip pip del equipo. “Hormonas de mierda”, se dice. “Pero bien que te tomaste entusiasmada esas pastillas anticonceptivas que tenían una carga diez veces mayor que las de ahora”, se contesta. “Bueno, tampoco sabía entonces lo de las diez veces, estábamos agradecidas de no vivir con susto cada 28 días”.

Su lado lapidario no se rinde: “También aceptaste un tratamiento hormonal cuando empezó la menopausia para evitar problemas de corazón, y después te lo cortaron de golpe porque estaba aumentando el cáncer de mama en todo el mundo”.

Mientras baja de la camilla, y una de las pibas le pregunta si está bien, sacude la cabeza y concluye en voz alta: “¡Por eso no quiero hablar del tema! Por más que diga siempre que confío en la ciencia, tengo más dudas que certezas”.

La piba la mira con preocupación, percibe su temor. “No hay margen para errores”, le dice y pasa a mostrarle las computadoras de la sala y la consola de la habitación desde la que manejan las aplicaciones. “¿Vio que tardamos en ubicarla en la camilla, que siempre le reacomodamos algo? Lo hacemos siguiendo lo que establecieron los especialistas al comienzo del tratamiento y que está fijado para cada paciente en la computadora; si no coincide con su posición en la camilla, se refleja en la consola y el equipo no nos deja realizar la aplicación”. Le agradece la buena onda, pero sube al auto pensando que siempre hay margen para un error y murmura con un suspiro: “Pará la cabeza, loca, no es cuestión de ponerse a dudar de la medicina en medio de una pandemia y un cáncer”.

La noche siguiente, después de que a ella se le escapara que a veces se marea un poco al finalizar las sesiones, su hermana le dice que va a acompañarla todos los días que faltan para terminar el tratamiento, que no quiere ni oír que maneje el auto cuando sale de la clínica. Aparece puntual al otro día y cuando ella sube, levanta al máximo el volumen de la música y con una carcajada se pone a corear a Raffaella Carrà cantando Fiesta, qué fantástica, fantástica esta fiesta.

¡Tanto tiempo sin escucharla! “Te noté un poco bajoneada anoche. ¡A pensar en otra cosa!”. Se ríen y sacudiéndose de la cintura para arriba siguen cantando a voz en cuello Para hacer el amor hay que venir al suuur…. Es un día de verano que invita a disfrutarlo.

Siente una lasitud perezosa cuando se acuesta en la camilla, se imagina acostada al sol en su hamaca paraguaya. Tiene los brazos hacia atrás, los pechos expuestos en una posición que, si no fuera por el lugar, tiene algo de impúdico, de erotismo invitante. “Me contagió la Carrà”, se burla por dentro. De nuevo se olvidó lo de un pantalón cómodo, y le pide a una de las chicas que le desprenda el botón del vaquero. Cuando termina la sesión y se prepara para irse, la piba le dice: “¿Puedo hacerle una pregunta?” “Claro” responde, esperando no sabe qué, algo relacionado con el tratamiento, supone. “¿Por qué le dice vaquero? ¿es una marca de jean?” La descoloca lo inesperado, lo trivial y doméstico de la pregunta, y el desconocimiento de algo que ella da por sobreentendido. Siente el mismo desconcierto que le provocan algunas preguntas de sus estudiantes de la universidad.

Podría haber retrucado “¿Qué es para vos un jean?”, pero termina explicándole que los cowboys del Far West son los vaqueros del Oeste norteamericano a los que jugaba su generación cuando eran chicos, y que usaban pantalones hechos de una tela resistente de algodón azul llamada denim o tela de jean. Al decirlo se da cuenta de que esta generación, que es la de sus propios hijos, no jugaba ni veía películas de cowboys, y mientras las dos pibas la escuchan sin interrumpir, agrega: “Levi, Lee o Wrangler, alguno de esos que ahora son nombre de marcas, fue el que inventó esos pantalones hace mucho”.          La otra asistente comenta que su padre también los llama vaqueros, aunque hasta ahora no se había preguntado por qué. Son demasiados los años que la separan de las pibas y de los estudiantes. El conocimiento que dan los años, la sabiduría de la experiencia, reflexiona en el pasillo de salida.

Hay una ignorancia implícita en los pocos años de todos ellos, esa ignorancia que les permite a los jóvenes avanzar ciegamente, extrapola dudosa, y vuelve a sumergirse en la alegría contagiosa de Raffaella Carrà.

Después de dos semanas de tratamiento, se despierta una noche asustada, empapada en sudor. Cuando recuerda la pesadilla no puede creerlo y casi larga una carcajada: una araña gigante que camina sobre las montañas y deglute todo a su paso: “Tarántula” ¡cómo la había asustado esa película cuando era chica! ¡durante meses! No puede volver a dormirse, deja de parecerle graciosa la pesadilla. Ella no había nacido cuando los norteamericanos tiraron dos bombas atómicas en Japón y terminaron con la 2da Guerra Mundial, pero iniciaron una época de miedo creciente: miedo a una guerra nuclear, a los efectos de las radiaciones, a los científicos locos de pelos blancos y erizados como los de Einstein, dispuestos a cualquier cosa para demostrar sus teorías. En los años siguientes, las pruebas nucleares que realizaron en las islas del Pacífico primero los norteamericanos y después los franceses, más el desarrollo nuclear detrás de la “cortina de hierro” comunista, agudizaron el temor popular a mutaciones terroríficas por culpa de las radiaciones, lo que Hollywood transformó en animales gigantescos y malvados como las hormigas de “La humanidad en peligro” o la araña de “Tarántula”. También los japoneses habían representado su terror con un dinosaurio gigantesco, “Godzilla”, una especie de metáfora sobre las consecuencias de las dos bombas atómicas que les habían arrojado. Las radiaciones y los científicos locos aparecían hasta en películas sobre la Antigüedad, como “Atlantis, el continente perdido”, donde los seres humanos eran transformados en bestias raras y que, junto a “Tarántula”, la aterrorizaron durante años.

Su madre la llevaba desde que tenía 6 o 7 años a la función matiné de los domingos, donde pasaban dos películas; para evitar las de terror, a veces veían solo una, lo que para ella no era negocio, así que trataba de mostrar que no le daban miedo y desde que la dejaron ir con la barra de amigos del barrio, las buscaba especialmente. Ahora el tratamiento con radiaciones las devolvía a su vida, repitiendo las pesadillas de la infancia.

Vive en una ciudad donde la energía nuclear como método de curación y de profesionales formados al respecto es mucho más común que en el resto del país; sin embargo, el fantasma de las radiaciones “que se escapan” aparece cada tanto relacionado a supuestas encuestas sobre una mayor incidencia de cáncer que en otras ciudades. Desde muy joven, ella sabe de mujeres que se salvaron gracias a la extirpación de mamas y el tratamiento con bomba de cobalto, un tratamiento que a veces resultaba en quemaduras tremendas y estigmatizantes, como las de la abuela de su amiga Pato que vivió cubriéndose hasta las manos para que no asomaran las cicatrices, esas que atraen los ojos y el horror de los otros.

Años de ciencia aseguran ahora menos extirpaciones, rayos mejor dirigidos y menores dosis de radiación dependiendo del grado de peligro. ¿Confía ella ciegamente en los físicos y radiólogos que calculan las aplicaciones? Se considera una investigadora con mayores conocimientos que la media en física y química, pero ¿cómo confiar del todo en algo que la ha aterrorizado desde la infancia? La próxima sesión se queda pensando en las dos jóvenes asistentes que la atienden:

¿sabrán ellas del pánico que crearon las radiaciones en el imaginario popular desde que se tiraron dos bombas atómicas en Japón?,

¿de las películas que aterrorizaron a la humanidad con sus animales mutantes durante las dos primeras décadas de la Guerra Fría?, ¿saben qué fue la Guerra Fría? Tiene ganas de contarles, pero se limita a pedirle a la que la acomoda con precisión sobre la camilla, refrendada por las coordenadas que lee la otra en la consola, que le suelte el botón del vaquero.

El día de la última sesión todos la saludan con entusiasmo, ella responde con una sonrisa detrás del barbijo, confía en que sus ojos reflejen el alivio que siente. Cuando se despiden, las asistentes la felicitan por haber terminado el tratamiento, le desean que empiece una nueva vida sin temores y le regalan una plantita en nombre de todo el equipo. Se le llenan los ojos de lágrimas, no lo esperaba, y lo agradece con toda el alma, con la fuerza de toda la angustia acumulada desde la detección “del problema”, de cada día de concurrencia a ese lugar espectacularmente tecnológico y atemorizante, de la cobardía de mirar hacia otro lado cuando se encontraba en los pasillos con mujeres sin cabellos. A la salida la espera la hermana, esta vez acompañada por su hija y su nieto de tres años, que se escapa de la mano de la madre y viene corriendo hacia ella. Abrazado a sus piernas le pregunta “¿Ya te curaron la teta, abu?”. Se agacha y lo aprieta contra ella mientras agradece este final hollywoodense; al fin y al cabo, siempre le gustó que las películas terminen bien, aunque en el fondo sepa que la historia continúa.

 

María Julia Mazzarino