—Lo siento, pero tengo que hacerle unas pruebas. Lo que acaba de contarme no me gusta —le dijo la doctora con mirada de preocupación mientras le exploraba el pecho.
María creía que solo se había lastimado en el trabajo al descolgar una gran ventana para limpiarla, no pensaba que aquello iba a dar paso a unos acontecimientos que cambiarían su mundo por completo.
Al salir de la consulta lloró. Sintió miedo. Miedo real, no ese miedo tonto que a veces nos acecha por cualquier tontería. Ella era una mujer de cincuenta años, a la que le quedaba tiempo aun para vivir, disfrutar y sentir. ¿Qué le pasaba a su cuerpo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a ella?
Un montón de preguntas sin respuesta se agolparon en su cabeza y no podría contestarlas aunque quisiera.
De una semana para otra, la llamaron para darle cita. A la siguiente le hicieron la biopsia, a la otra le dieron el resultado y la hora para que visitara al cirujano. No había pasado ni un mes, el tiempo volaba y ella, deseando que todo fuese una pesadilla, quería despertarse.
Gonzalo, el chico con el que había salido varias veces y con el que se encontraba a gusto, apenas la llamaba. Cuando se enteró de su enfermedad le mandó unos mensajes tímidos donde le preguntaba por su estado. Pero poco a poco, la comunicación tan impersonal que les daban esos lejanos WhatsApp, se convirtió en un medio tan frío y árido que ya no les comunicaba nada. De todas maneras, decidió que si era alguien que tenía miedo y se alejaba, mejor saberlo ahora. Mejor ahora que después, cuando tuviera que ponerse la quimio y vomitara y se quedara sin pelo, mejor ahora que todavía podía decir con la cabeza bien alta que no necesitaba a nadie.
Pero a pesar de todo, María lloró amargamente, nada le salía bien. Tan ofuscada estaba con lo que se le venía encima que no leyó el contrato que su jefa le ponía por delante y firmó confiando en ella. Y cuando días más tarde se dio cuenta de que había firmado baja voluntaria, no sabía qué hacer, ni dónde acudir, porque ahora no podría cobrar la ayuda que le pertenecía. Aquella noche ni durmió. Lloró amargamente por no saber cuidar de sí misma, por su enfermedad a la que no quería llamar por su nombre, porque se sentía sola, por miles de cosas olvidadas que la minaban por dentro sin saberlo. En esos momentos en que su alma estaba desnuda, solo pensaba en unos abrazos antiguos y oxidados que una vez la reconfortaron y que ahora ya no estaban.
Llegó el día de la operación y en su habitación no cabía ni un alfiler, la enfermera tuvo que decir a los familiares que no podían estar allí todos y que fueran a la sala de espera.
María estaba ensimismada en sus cosas mientras los demás hablaban y esperaban que la llevaran a quirófano. Al escuchar a la enfermera pedirles que salieran de la habitación, se dio cuenta de cuantas personas la querían, cuanta gente estaba con ella. Sus padres, sus hermanos, sus primas, sus cuñadas, sus sobrinas… Y en ese momento, fue consciente de que no estaba sola. De que la vida le había puesto por delante un obstáculo más y que sería capaz de superarlo porque mucha gente la quería y la acompañaba.
Entonces recordó una frase que escuchó en alguna parte:
“Dios nunca nos da problemas cuya solución no esté a nuestro alcance”.
Mientras iba tumbada en la camilla hacia el quirófano, vio de nuevo las caras de sus familiares apoyándola y les brindó una bonita sonrisa. Sabía que su “problema” se llamaba cáncer de mama, y que unos doctores la iban a ayudar a solucionarlo y también sabía que iba a poner toda su voluntad en mejorar su vida y lo más importante, ahora no estaba sola. En realidad nunca lo había estado.
Al salir del hospital salió mirando la vida de otra manera y decidió ir a hablar con su ex jefa. Consiguió que esta le cambiara el contrato y pudo cobrar su ayuda. Tenía un año para estudiar con calma su situación y hacer lo que antes no hizo. Ahora sabía que podía seguir adelante y apostaba por sí misma como nunca en la vida lo había hecho.
Juana Mª Andrades Navarro