Hace algunos años en el extremo suroriental de Irán el conocido como desierto de Lut ( Dasht-e-Lut) se batieron todos los registros concernientes a la mayor temperatura registrada en el planeta. Un satélite de la NASA reportó nada menos que 70 grados celsius en esta porción seca y de aspecto fantasmagórico que se extiende en buena parte de la meseta iraní. Por supuesto no hay población alguna en esta parte del mundo. Sí a un par de horas de la entrada a este desierto en Kerman o Mahan, ciudades ya contadas por Marco Polo en su largo viaje siguiendo la ruta de la sedahasta la lejana Catai (China). Precisamente sería estando en Kerman y su antiquísimo bazar, en el marco de un viaje de varias semanas por la legendaria Persia, cuando me decidí a visitar este desierto, una vez pasado el verano y bien sabido que las temperaturas no serían tan extremas como para cocinar un huevo frito sobre el capó de un jeep.
Lo más difícil fue conseguir un vehículo de transporte hasta este lugar que, por otra parte, no deseaba conocer en una visita rápida. De ahí que portáramos en un 4×4 una tienda de campaña y leña para hacer fuego en la fría noche del desierto. Porque si a mediodía aquello es un horno, cuando el sol se apaga las temperaturas descienden de manera drástica.
Un paisaje marciano en el último apéndice de Persia
Cuando puse los pies por primera vez en este lugar que aún no era receptor de demasiados visitantes me quedé impresionado por la franqueza que proporcionaba un paisaje sin parangón. Realmente tardó escasos segundos en atraparme. Desde una loma, bajo una soledad abrumadora, me senté para divisar un horizonte inacabable de tierra roja y formaciones de barro, apodadas kaluts, que se asemejan a esos castillos que de pequeños levantamos junto a la orilla del mar. Pero el origen de estos kaluts no es precisamente humano sino que tiene que ver con los designios de una naturaleza caprichosa y cruda capaz de lograr el más difícil todavía. Un monument valley persa, sin señales de carretera, ni moteles alrededor ni vehículos de apariencia extravagante surcando la zona.
Aquello no era Arizona. Aquello no parecía Persia. Los kaluts se asemejan más bien al paisaje con la que nuestra imaginación nos permite recrear Marte u otro planeta lejano. Abrupto, con senderos que parecen quemar al tocarlos con la yema de los dedos, inhóspito, vacío de contenido humano. Absolutamente extraterrestre. Así es el desierto de Lut.
Una noche inédita en el desierto de Lut
Las predicciones habían sido acertadas. El contraste térmico entre el día y la noche se hacía bien evidente. Tampoco se trataba del frío del Polo Norte pero sí fuimos golpeados por un viento incesante y molesto que se empeñaba en zarandear la tienda de campaña donde dormíamos como el que ondea una bandera.
De repente fue añadido un nuevo sonido a la banda sonora de aquella noche. Un repiqueo se volvió constante, multiplicándose en sus notas musicales. ¡No puede ser! – pensé. Sucedió lo que nadie esperaba, que en el desierto más seco y cálido del mundo, a pesar de habernos regalado minutos antes los cielos más limpios y estrellados que jamás hubiésemos podido imaginar, estaba empezando a llover.Algo que no sucedía desde hacía varios años.
4×4 entre los castillos de barro
A la mañana siguiente no parecía haber más rastro de lluvia que el del color de la tierra. Aunque eso también resulta normal y lógico en un lugar donde del Sol se convierte en esencial para regar de diferentes tonalidades y matices un paisaje coloreado a capricho por la luz.
Sólo hay una carretera que atraviesa el desierto y que utilizan algunos camiones para llevar mercancías a otras zonas del país. Aun así se deja ver uno cada varias horas, por lo que no resultan mínimamente molestos. Pero llevando un jeep todoterreno nada más divertido que olvidarse del asfalto para alejarse nuevamente de los convencionalismos mundanos que nos recuerden que, en realidad, no nos hallamos en Marte. Soñar despierto, sentirme niño de nuevo, no deja de ser una de las razones por las que viajar me resulta tan reconfortante.
Uno de los rincones más impresionantes de Irán (pero no el único)
En realidad viajo para poder contemplar y vivir lugares así, unos más conocidos y otros que no gozan de la suerte (o la desgracia) de copar portadas precisamente. Esa es la idea, darle vueltas una y otra vez al globo terráqueo, ilusionarse una y otra vez. En esta ocasión no sólo fue el desierto de Lut sino un grandísimo viaje a las huellas de la antigua Persia lo que llevó a cumplir uno de mis sueños vitales.
Porque este país esconde unos rincones asombrosos. Basta con situarse en el centro de la plaza grande de Isfahán y admirar sus cúpulas celestes y azulejos considerados el súmmum del arte persa. O perderse en el laberinto de barro de la zoroástrica Yazd, que aún conserva a las afueras algunas de las lomas de los vientos donde los buitres se encargaron durante miles de años de hacer desaparecer los cuerpos de las personas fallecidas en una solemne ceremonia de despedida que aún se lleva a cabo en los lugares donde se profesa el budismo tibetano.
El norte de Irán está copado de castillos hasta llegar al zoco de Tabriz, considerado como uno de los más bellos del mundo. Urbes de barro como Rayen o Bam justifican un viaje hasta aquí, aunque al último fuera devastado por un terremoto hace algo más de una década. Y las costas del golfo arábigo aún permiten degustar algunas playas vírgenes donde se puede llevar a cabo la práctica del buceo.
Entre los lugares sagrados destacan Qom y Mashhad, cuya visita a los mausoleos resulta imprescindible, al menos una vez en la vida, para los musulmanes chiíes. Allí el fervor religioso es difícil de describir.
Muchas rutas en Persia se saltan curiosamente los Kaluts, quizás por desconocimiento o por miedo a que esas temperaturas que una vez llegaron a los 70 grados vuelvan a repetirse. Pero puedo decir con seguridad que el esfuerzo merece la pena. Pocos paisajes así hay en el mundo y subirse, como hice yo aquella vez, a una loma para admirar las figuras de los castillos de barro al llegar la tarde, ese aspecto irreal y extraterrestre, son de esas cosas que le marcan a uno para siempre.
José Miguel Redondo (Sele).